25 de diciembre.
Natividad del Señor.
Noche es ésta en la que no hay lugar para la duda ni para las preguntas, sino para ir dejándose embelesar por la grandeza de lo pequeño. Dios se acerca al hombre para que nadie tenga ya que esforzarse para poder estar al mismo lado de Dios. No intentes hacer preguntas al que ya te las ha respondido todas. No busques más al que ya te ha encontrado, pero procura dárselo a conocer a los demás.
El amor todo lo puede. También el descifrar misterios que, de otra manera, quedarían siempre ocultos. Bueno es este conocimiento que llega de la mano de una Luz cargada de las mejores razones para ser recibida: llenarlo todo de paz.
El misterio de Navidad rompe la lógica del que se empeña en cerrar horizontes, porque su mirada no llega a más. Pídele a Dios que te preste, más que sus ojos, la realidad de su Palabra. Es la única que tiene la capacidad de llegar más allá de cuantas limitaciones ponemos los hombres.
Como Dios es Jesús y Jesús es Dios, ya resulta fácil dejarse envolver en el misterio de nuestra fe: Dios se hizo hombre y puso su casa en nuestra calle, la de la humanidad.
Si con Cristo viene la salvación, y por los bienaventurados caminos de la justicia, el trabajo por la paz y la generosidad de la misericordia, a todos los hombres y mujeres de este mundo debe llegar tan ansiado regalo. Nadie está excluido. Todos invitados.
Que cesen las voces de condena y exclusión. Es noche de paz. Y la paz no puede ser, en absoluto, propiedad privada. Porque la paz rompe cualquier limitación para poder instalarse en la casa de todos los pueblos.
Cristo es el Príncipe de la paz. Su reino está metido en las entrañas de todas las geografías y de los sentimientos más nobles de cuantas personas llegan a este mundo.
El cristiano tiene que ser experto en dar esta buena noticia: Dios está cerca, muy cerca. El poder verlo no es una posibilidad. Es obligación.
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